27 sept 2017

EL NIÑO SOL



Eliad Jhosué
Foto: El Jefe Julián Jhosué

Mirando el horizonte su sonrisa vislumbró en la academia del placer: ver, escuchar, palpar y oír. Era hermosa su sonrisa inocente, enamoraba su gesticulación poética, amarraba dulcificado a los cuatro vientos cardinales y a la vez los besaba tiernamente con su bonanza infantil. Una lágrima vertió el cielo camuflado con nubes y los cabellos solares del niño fulguraron como el latigazo de un relámpago peregrino.

¡Hojas! grito el niño sonriente y sus manecitas tiernas señalaron nubes blancas, tan blanquecinas como el blanco del algodón pajarito.

¡Hojas! volvió a gritar con más ahínco, su sonrisa dibujo matices claros y su pelo brillo más que la luz abrasiva solar.
¡Hojas! balbució soñoliento, cerró sus ojos y se trasmutó ligero a un cielo más distante y teñido con el azul de la profundidad del universo.

¿Hojas u ojos? Preguntó impresionado un vejete encorvado, perturbado por los gritos del chico. El medio hombre era un anciano remolón, muy viejo, ajado, retorcido, arrugado y canijo, todo  vestido de blanco pascua de los pies a la cabeza,  en sus manos hilachudas portaba un tronco que parecía confundirse con su piel por la similitud de la textura erosionada.

¡Hojas! son hojas buen anciano. El niño al contestar irguió su pequeño rostro y volvió a sonreír y el anciano al ver aquella sonrisa mágica sintió que por sus venas fluía hielo con espuma, un torrente de células madres que parecían devorarse y alimentarse con las viejas, usaban los nutrientes envejecidos para convertirlos en un torrente milagroso. ¿Qué me está pasando? masculló impresionado arrastrado por la fuerza con que se engranaban sus huesos y su carne corrompida.

El Anciano de blanco abriendo más sus parpados enrojecidos,  volvió a observar aquella sonrisa veleidosa y entonces miles de ramalazos de sangre hirviente incendiaron con vapor frío sus cansados tendones, abriendo sus brazos grito,  el anciano sentía un profundo placer que le proporcionaba la vitalidad de juventud que le regalaba la sonrisa del niño.

¡Juala! Profirió y corrió despavorido, corrió como alma perseguida por algún demonio con cuernos encendidos y se perdió en el denso follaje de aquella tarde gloriosa.

¡Hojas! Volvió a gritar el niño mientras su delgada cabellera cogía fuego y lo expandía con fina elegancia en las alas del viento. Dijo: ¡Llévalas querido Eolo, lleva las hojas donde el milagro pueda verla y los que están ciegos puedan ver la luz de sus ojos ciegos!

Y entonces en aquel mediodía se escuchó en la distancia el eco sonoro de un aullido veloz, una estampida de crujiros secos apretujo la morada del lánguido paisaje de otoño el cual pinto con una brocha grande los senderos con un paño de blanco oro.

¡Hojas! grito el niño, se ha marchado el otoño, viene el invierno andante y frío.


Y luego se marchó con la cabellera del sol, su sonrisa se dibujó en el ocaso y se pintó en el mar encogido por la noche blanca de aullidos moteados y salvajes. 

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